jueves, 25 de febrero de 2016

Fortitude, la sangre en el hielo




AVISO: INCLUYE SPOILER

Me queda por ver capítulo y medio de la serie Fortitude, pero prefiero comentarla exactamente ahora. Lo que me falta, medio episodio 11 y todo el 12, es probable que, en lugar de cerrar la historia, abra alternativas para al menos una temporada más, como pasa casi siempre. 
Por las dudas, escribo esta reseña ahora, a la mitad de un capítulo,  con la expectativa de lo que puede pasar y sin revelar el final.

Ahora, que acaba de morir el Inspector Morton, el que pensé que iba a resolverlo todo.

La trama es muy buena, da para compartirla e invitar a verla a los que todavía no lo hicieron: un par de crímenes violentos e inexplicables, la posibilidad de algo muy extraño y todavía indefinido, personajes creíbles en un escenario increíble: Fortitude es un pueblito perdido en el Ártico, donde se conocen casi todos (aunque no íntimamente), donde casi todos tienen una historia turbia detrás y por eso se esconden en semejante lugar. Sólo que el lugar, en vez de cobijarlos y darles algo de paz, los embrutece y los vuelve peores de lo que eran. 

Eso es lo que vamos viendo aflorar en los personajes al margen de la historia principal: eso es lo que provoca el alcoholismo del viejo Henry, lo que vuelve violentos a científicos respetables, lo que hace que un maestro de primaria se entretenga engordando a la novia que ya casi no puede moverse... 

El más torturado es el sheriff Anderssen, el de la imagen. Antes de que empezara todo el lío, se decía que no podía saberse si Anderssen era un buen o mal sheriff, porque en Fortitude nunca pasaba nada. Durante toda la serie la incertidumbre es casi la misma: a veces parece verdaderamente malo y lo odiás, y después resulta que lo que hizo fue por una buena razón. Y después hace otra porquería.
Está enfermizamente enamorado de Elena, una ex asesina convicta que por supuesto no le lleva el apunte y tiene un romance con un tipo casado, en el peor momento posible. 

En las historias de crímenes aberrantes en pueblos chicos, como en Broadchurch, el ambiente se pone espeso muy rápido. Los amigos de siempre empiezan a reprocharse cosas, los que no eran amigos ahora son directamente enemigos, sale a la luz quién se acuesta con quién, y muy pronto todos desconfían de todos. En Fortitude esto tardó mucho más, porque el lugar es tan inhóspito que la gente casi no hace sociales, y además muchos son científicos de paso, que no llegan a intimar con nadie. Sin embargo, la noticia de un probable virus contagioso ya se difundió, y la paranoia también empieza a ser parte de la trama.

Si un virus que cambia la personalidad de la gente convirtiéndolos en asesinos pudiera elegir el lugar para desarrollarse, elegiría Fortitude.

Al margen de todas estas cuestiones, dedicado exclusivamente a la investigación y dueño de una personalidad e inteligencia contundentes, estaba el inspector Morton. 
Importado del continente, Morton no conocía ni se hacía amigo de nadie, al contrario: al primero que confrontó fue al sheriff local, el atormentado Anderssen. La tensión entre los dos policías empezó desde el primer momento, y nunca aflojó.
Sin ayuda de las autoridades de afuera, desconfiando de Anderssen a cada rato, todas nuestras esperanzas estaban puestas en Morton.

Liam, el chico que inexplicablemente asesinó a Stoddart y lo abrió en canal, continúa enfermo y catatónico. La doctora Allerdyce, atacada por su propia hija, está en una especie de coma con metamorfosis. Hay por lo menos un nuevo contagiado que ya atacó al ahora desaparecido Ronnie Morgan. 
Anderssen sin duda mató al geólogo Pettigrew de una forma horrible. 

Henry parece tener explicaciones, pero se ha retirado a morir a un lugar apartado del glaciar.
Hasta allá va a buscarlo Morton, sin avisarle a nadie, porque ahora cualquiera puede estar implicado.
Henry aclara varias cosas, pero sólo después de dispararle a Morton en el estómago.

La mancha roja sobre el hielo se hace muy grande, igual que el misterio de Fortitude, y Morton muere.





miércoles, 3 de febrero de 2016

Así matamos al tío Jorge




En realidad Jorge no era tío mío, sino de mis primos, Adolfito, Fabio y Andrea, que siempre fue la Negra. Jorge era el hermano mayor de mi tío Adolfo. Era, además, el solterón empedernido. Y era un borrachín, o al menos así lo recuerdo: ignoro el grado real de alcoholismo que tenía Jorge, tal vez sólo el suficiente para que hubiera que cuidarlo en las reuniones para que no se cayera ni vomitara sobre el asado. Ni golpeara a ninguno de nosotros, que por la época que hablo andábamos entre los 4 y los 10 años: la Negra era la más chiquita.

Hablo de golpear por accidente, por torpeza etílica, porque siempre andaba con nosotros o nosotros andábamos con él: Jorge era incapaz de pegarnos a propósito o de siquiera levantarnos la voz. Era el adulto ideal (para nosotros) para acompañarnos los fines de semana en la quinta que el tío Adolfo tenía en General Pacheco, para prenderse e incluso mejorar todas las boludeces que se nos ocurrían: si nosotros queríamos cazar pajaritos, Jorge nos hacía las gomeras y delineaba la estrategia que debíamos utilizar, y por supuesto venía con nosotros, y mientras cazábamos nos contaba historias de nenes que salieron a cazar pajaritos y les pasaron cosas horribles. Así de jodón era el tío Jorge.

Al tío Adolfo no le gustaba nada que el hermano tomara de más, y menos le gustaba que nosotros (sobre todo los mayores, Adolfito y yo) lo tomáramos para el churrete. Pero si Jorge se divertía asustándonos con historias, nosotros nos divertíamos poniéndole hormigas en el vino, bajándole los shorts de baño a la vista de toda la familia, etc. Varias veces el tío Adolfo lo retó a Adolfito (pero todos sabíamos que era un reto general, que aunque le hablara solamente al mayor de los chicos, la cagada a pedos era general), feo lo retó, con gritos, diciéndole que mi primo ya sabía que no había que seguirle la corriente a Jorge cuando estaba picado, y mucho menos faltarle el respeto. 

Nosotros pedíamos perdón y a los 10 minutos lo estábamos atando a un árbol, por supuesto.

La Negra tuvo una época en que le daba terror el Conde Drácula, seguramente por algún pedacito de película que mis tíos no pudieron evitar que vea. En una de las habitaciones de la quinta, a mi tía Nely se le ocurrió un día poner una imagen de Jesús, con una túnica oscura y un poco de sangre. Cuando la vio la Negra casi enloqueció, pensando que era Drácula que se había metido a la casa. Obviamente, mi tía no podía descolgar a Jesús sin cometer pecado mortal, y la Negra no podía pasar ni medianamente cerca de la imagen. No podía...a menos que la metiéramos de prepo a la habitación, le cerráramos la puerta y le apagáramos la luz, claro.

El único que tenía una paciencia sobrenatural con la Negra era el tío Jorge. A él no le importaba tomarse 30 minutos para calmarla o inventarle historias que la distrajeran: se tomaba 4 o 5 copas mientras tanto, es cierto, pero la Negra se calmaba. Si no tenía que calmar a la Negra o no había ninguno de nosotros a mano, a veces le contaba historias al  Frejuli, un perrito atorrante que Jorge adoraba.

De vez en cuando había que quemar el pasto del campito de al lado, que era inmenso (para nosotros) y bastante descuidado. Ignoro por qué teníamos que quemarlo nosotros, me parece que tal vez usaban la fogata como entretenimiento general, y de paso limpiaban un poco el terreno de al lado. No era nada complicado, porque los pastos ardían rápido pero enseguida se consumían, y la distancia entre un matorral y otro hacía que el fuego no se extendiera sin control.

Siempre venía un mayor con nosotros, y me acuerdo que en eso no participaba la Negra. Por ser la única nena y la más chiquita del grupo, no la dejaban jugar con el fuego, y la Negra se quedaba llorando como una Magdalena y decía que se iba a ahogar en la pileta y cosas así. Siempre fue muy drámatica mi prima, lo que le valía que la torturáramos (Adolfito y yo) más seguido que a Fabio o a mi hermano Taty. Le pegábamos o la psicopateábamos con Drácula hasta que se ponía morada de tanto llorar. 

La infancia es una época maravillosa, ¿no?

Una tarde calculo que todos los mayores estaban muy en pedo. Supongo, porque designaron como mayor responsable al tío Jorge (que estaba fehacientemente en pedo) para que nos acompañara a quemar el campito de al lado. La Negra anunció que se iba a suicidar a algún lado,  y nosotros partimos más contentos que nunca a prender fuego los pastizales altos y resecos del terreno. Al cruzar los alambres de púa Jorge se cortó la frente y le salió un poco de sangre.

- Tío, te lastimaste - le dijo Fabio.
- No es nada, Cabezón. Es vino lo que sale...
Qué tipo fenomenal, ese Jorge. Lamento tánto lo que le hicimos.

Como dije, a Jorge le gustaba organizarnos, y nosotros medianamente le obedecíamos, un rato le dábamos bola, después hacíamos lo que nos daba la gana. Ya en el campito de al lado,  Jorge nos repartió fósforos y nos mandó a Adolfito, a Taty, a Fabio y mí, en cuatro direcciones, como los cuatro puntos de un cuadrado, y él quedaba previsoramente alejado. Se mojó un dedo con saliva, lo levantó para ver cómo soplaba el viento y le gritó a Fabio:

- Cabezón, prendé primero vos. Después Taty, ¿sokey?

Íbamos bastante bien, el fuego estaba completamente controlado, hasta que de la nada sopló un ventarrón y se encendieron varios matorrales antes de que se apagaran los otros. Por suerte nadie quedaba encerrado por las llamas, pero enseguida nos dimos cuenta de que se nos había ido de las manos, que no íbamos a poder apagar todo lo que se iba prendiendo. 

- ¡Vengan para acá! - gritó Jorge, alejándonos de las llamas, cuidándonos. Él se sacó la camisa, la enrolló en la muñeca y empezó a golpear los pastos. Algunos los apagaba, pero la camisa se le iba chamuscando, había chispas que saltaban y le agujereaban la tela. En un momento tropezó y se cayó, y cuando se levantó tenía la cara negra de humo y cenizas del pasto quemado, y volvía a sangrarle la frente. Por suerte llegaron enseguida mi viejo y el resto de los mayores, con baldes de agua y un extinguidor, y entre todos lo pudieron apagar en un rato que nos pareció larguísimo.

Ninguno de los mayores le dijo nada a Jorge, ninguno lo reprendió por inconsciente ni nada de eso, sobre todo, creo, porque todos se sentían igualmente culpables, por haber dejado que el borracho nos cuidara justamente prendiendo fuego. Pero yo le vi la cara al tío Jorge, y supe que lo peor que podían hacerle era no hacerle reproches, porque era como dar por entendido que era al pedo hacérselos; que era hablarle a un irresponsable. La cara de perro apaleado de Jorge era directamente proporcional al silencio de los otros. 

A ésta altura de la historia, al tío Jorge hay que sumarle el alcohol, el corte, el susto, el humo tragado y la angustia de la humillación silenciosa.

Volvimos a la casa aturdidos, casi sin oír los consejos de nuestras madres, entramos y nos dejamos conducir a baños y dormitorios, y nadie se acordaba de la Negra, hasta que la escuchamos gritar, y escuchamos también el grito de Jorge como de dolor,  y después oímos a la Negra de nuevo, la oímos gritar algo de Drácula,  y cuando llegamos Jorge estaba en el piso, Jorge que había entrado a oscuras en la habitación donde ella se había quedado dormida,  y Jorge también se había asustado y se había caído y no se movía, y enseguida a todos los chicos nos hicieron salir y después gritaban todos pero ya no se oyó la voz de Jorge.